martes, 13 de junio de 2017

Viajando por la carretera de los recuerdos...(de la serie Bitácora de viaje[s])

Cuando recibí el billete de dos dólares supe que me iría muy bien. Dicen que son raros y yo había querido conseguir uno de esos durante mi estadía en Los Cabos, donde me pagaron con moneda gringa y como podrán inferir, no lo conseguí.

Siempre he creído que la vida te da señales, tan sutiles al principio que casi nunca las vemos, pero conforme avanzamos en nuestro camino se vuelven más y más fáciles de ver -y hasta sentir- ¡Claro! la vida puede ser muy violenta, para bien o para mal, si no ves sus señales o decides ignorarlas.

El caso es que los nervios por el viaje en carretera tan largo se disiparon un poquito. Entonces partí. Muy temprano tomé camino.

Así me sorprendió el amanecer con el mar del Golfo acompañándome en mi travesía y comenzó un viaje con escenarios espectaculares.

Hace algunos años tuve la oportunidad de recorrer un poco el estado mexicano de Chiapas, una semana me bastó para prenderme y enamorarme de sus paisajes, de su selva, de sus historia, de su comida; recuerdo que quedé maravillado por la cantidad de tonalidades del color verde que puedes admirar en solo un espacio y así todo el estado. En mis viajes por México nunca había visto una belleza semejante -y miren que aquí lo que sobran son lugares hermosos e increíbles-.

Hasta que hice un viaje parecido a la región de la Huasteca hace un par de años, y entonces una semana me bastó para prenderme y enamorarme de sus paisajes, de su selva, de su historia, de su comida; recuerdo que quedé maravillado por la cantidad de tonalidades del color verde que puedes admirar en solo un espacio y así toda la región...

¿No les ha pasado?

Pues bien, en esta ocasión me tocó pasar por un tramo de la Huasteca veracruzana, además de los colores imaginen que vienen manejando por la carretera y de pronto los invade y acompaña un profundo olor a naranja por varios kilómetros ¡Una locura! También me tocó ver gallinas aplastadas por andar libres sobre el asfalto y en algún punto alcancé a ver un Cristo gigante en la cima de una montaña.

El contraste de Tamaulipas fue su color café y su carretera con poco tránsito hasta casi llegar a Matamoros (ciudad fronteriza con USA y cuna del célebre filósofo del pueblo Rigo Tovar), donde grandes extensiones de sembradíos de sorgo cubren de manera uniforme de rojo el paisaje. Este tramo, de Tampico a Matamoros, es el que había considerado como más peligroso y lo crucé bien y rápido, muy rápido.

Los puentes internacionales -conocí tres- marcan una línea divisoria muy parecida a la que describe Aldous Houxley en Un Mundo Feliz, ¡qué triste! Pero contrario a la historia tienen una vida espectacular, es increíble la cantidad de gente, de carros, de mercancías, de seguridad que hay.

Crucé dos veces en una semana con el miedo en ambas a que no me dejaran pasar ¡Qué horror! Cuando me entrevistaron los agentes tenía ganas de decirles que tenía un billete de la buena suerte.
Para acabar de rematar un policia federal me dijo que las cosas en Brownsville y McAllen no estaban bien para los mexicanos. 

Nada menos parecido a la realidad, pero esto es tema de otra entrega...

---Alexred---

jueves, 1 de junio de 2017

El niño y la mar... (de la serie Bitácora de viaje[s])

Siempre me ha gustado el mar.

Quizá ésta fue una de las razones por las que escogí esa ruta para viajar a Texas. Partí de Xalapa antes del amanecer y para cuando salía el sol ya estaba yo llegando a Costa Esemeralda, es decir llevaba varios kilómetros bordeando el Golfo de México.

No recuerdo cuándo fue la primera vez que fui a la playa, pero me gusta pensar que fue amor a primera vista y recíproco, pues aunque impactado por su fuerza he hecho algunas estupideces las cuales no me ha cobrado el inmenso mar.

Me paro frente a él y es como si una extraña y hermosa melodía me llamara mar adentro, como si una voz me invitara hacia ella, puedo estar horas y horas jugando con las olas, disfrutando de la espuma, he nadado de noche, mar adentro, desnudo, borracho, enamorado, solo, con amigos, en pareja.

Conozco algunas playas de la República, varias en Acapulco donde además tengo mil historias con mi familia y con mis amigos, algunas en Colima -en Manzanillo una vez -cuando era joven y estúpido- nadé muy de noche y muy borracho (esta es una de las razones por las que cuando cumplí treinta mi primera exclamación/reflexión fue asegurar que ya había pasado la estadística y me convertía oficialmente en un sobreviviente de hasta mis propias pendejadas), por supuesto no volví a nadar así, aunque si me volví a emborrachar frente al mar; viví en los Cabos un corto tiempo y tuve uno de los mejores trabajos de mi vida, en la playa of course, aquí y en La Paz, también en Sinaloa, en Topolobampo por ejemplo viaje en el ferry, que además hizo mil horas cuando era un monopolio, hacia La Paz, en Oaxaca -Mazunte tiene un lugar muy especial en mi bitácora-, Quintana Roo, Yucatán, Tabasco, Campeche, Tamaulipas y por supuesto Veracruz.

De niño y adolescente recuerdo más el Pacífico y sus enormes olas en Acapulco y en algunas partes de los Cabos; aquí viví el terror que significa sufrir por primera vez un huracán por categoría 1 ó 2 que fue -y miren que lo dice alguien que vivió los terremotos de la CDMX en el 85-. Recuerdo perfecto la claridad del mar en Manzanillo y Mazunte y el frío mar de B.C.S.

Sobre el mar del Golfo de México solo recuerdo que decían que no era un mar bonito y que estaba contaminado por el petróleo que de ahí se extrae. Nada más alejado de la realidad.

Tenía 21 años cuando fui a Veracruz con mis amigos por primera vez, uno de eso viajes de la universidad que sirven más para las relaciones públicas -que incluyen borracheras de antología- que para otra cosa por muy académica que sea. Mi (ahora) compadre -jariocho él- tenía años invitándome, y yo el mismo tiempo negándome a ir. Error, cuando por fin me di la oportunidad de visitar ese hermoso lugar quedé prendido de la ciudad, del Puerto, de su malecón, de su comida, de su gente, de su mar.

Así debió ser mi primer contacto con el océano.

Una Tamaulipeca me dijo hace poco que si quería conocer playas chingonas -así me dijo, ¡y en Veracruz!- la fuera a visitar; pasé por ahí y me encantó la playa, me prometí llamarle pronto para que me de ese tour (y quizá otros besos).

Nadé en playas texanas, mismo mar que el mexicano, al final alguna vez fue parte de esta patria desgajada, pude ver delfines en libertad y conocer un poco del orden gringo -aunque dicen por ahí que pertenece a nuestros paisanos de Nuevo León que se inventaron una ciudad segura y con playa y mar ante la falta de todo eso en su propia tierra-.

Regresé por la misma ruta y antes como después de ida, atravesé la maravillosa huasteca veracruzana, pero eso es tema de otra historia y admiré por la tarde Costa Esmeralda, me permití ver el mar un buen tramo, manejé despacio disfrutando el paisaje, su sonido, su olor.

Al final recorrí un total de 3,000 kilómetros y regresé con bien a casa, con mil historias en la cabeza y con la sensación de que el mar y yo estamos bien...

---Alexred---